TRABAJO
Juan Manuel de Prada
Hace casi un siglo, Chesterton, analizando la obra de Aldous
Huxley Un mundo feliz, donde se nos describe una sociedad futura sometida a un
feroz proceso de alienación, escribía:
—Pero esta misma obra se está realizando en nuestro mundo.
Son gente de otra clase quienes la llevan a cabo, en una conspiración de
cobardes. (...) Nunca se dirá lo suficiente que lo que ha destruido a la
familia en el mundo moderno ha sido el capitalismo. Sin duda podría haberlo
hecho el comunismo, si hubiera tenido una oportunidad fuera de esa tierra
salvaje y semimongólica en la que florece actualmente. Pero, en cuanto a lo que
nos concierne, lo que ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las
viejas virtudes domésticas cada vez con mayor deprecio, han sido la época y el
poder del capitalismo. Es el capitalismo el que ha provocado una lucha moral y
una competencia comercial entre los sexos; el que ha destruido la influencia de
los padres a favor de la del empresario; el que ha sacado a los hombres de sus
casas a la busca de trabajo; el que los ha forzado a vivir cerca de sus
fábricas o de sus empresas en lugar de hacerlo cerca de sus familias; el que ha
alentado por razones comerciales un desfile de publicidad y chillonas novedades
que es por naturaleza la muerte de todo lo que nuestras madres y nuestros
padres llamaban dignidad y modestia.
Chesterton definía el capitalismo como una «conspiración de
cobardes», porque tal proceso de alienación social no lo desarrolla a las
bravas, al modo del gélido cientifismo comunista, sino envolviéndolo en
coartadas justificativas más o menos merengosas (pero con un parejo desprecio
de la dignidad humana). Lo vemos en estos días, en los que se nos trata de
convencer de que una reforma laboral que limita las garantías que asisten al
trabajador en caso de despido o negociación de sus condiciones laborales... ¡favorece
la contratación! Es algo tan ilógico (o cínicamente perverso) como afirmar que
el divorcio exprés favorece el matrimonio, o que la retirada de vallas favorece
la propiedad; pero el martilleo de la propaganda y la ofuscación ideológica
pueden lograr que tales insensateces sean aceptadas como dogmas económicos. Lo
que tal reforma laboral favorece es la conversión del trabajador en un
instrumento del que se puede prescindir fácilmente, para ser sustituido por
otro que esté dispuesto a trabajar —a modo de pieza de recambio más rentable—
en condiciones más indignas, a cambio de un salario más miserable. Pero toda
afirmación ilógica encierra una perversión cínica: del mismo modo que de un
divorcio se pueden sacar dos matrimonios, de un despido también se pueden sacar
dos puestos de trabajo (y hasta tres o cuatro); basta con desnaturalizar y
rebajar la dignidad de la relación laboral que se ha roto, sustituyéndola por
dos (y hasta tres o cuatro) relaciones degradadas, en las que el trabajador es
defraudado en su jornal. Y defraudar al trabajador en su jornal es un pecado
que clama al cielo; lo recordaba todavía Juan Pablo II en su encíclica
Laborem exercens.
Lo que subyace en esta reforma laboral es la conversión del
trabajo en un mero «instrumento de producción»; en donde se quiebra el
principio medular de la justicia social, que establece que «el trabajo es
siempre causa eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de
los medios de producción, es sólo un instrumento o causa instrumental» (Laborem
exercens, 12). La quiebra del orden social del trabajo, la «conspiración
de los cobardes» que avizorase Chesterton hace casi un siglo, prosigue
implacable sus estrategias. Y llegará, más pronto que tarde, la venganza del
cielo.
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